NAVIDAD EN PANDEMIA, UN GORRITO ROSADO, Y EL PELÍCANO.
- María Leonor Inca
- Dec 31, 2020
- 9 min read
Updated: Dec 10, 2021
UN CUENTO A SEIS PIES DE DISTANCIA, CON MASCARILLA, Y SIN ABRAZOS.

Todo en la vida tiene el valor que nosotros le queramos dar.
Por ejemplo, el gorrito rosado que me regaló Lisa, mi suegra, en esta navidad —mientras vivimos el azote más fuerte de la pandemia del coronavirus en Estados Unidos— significó para mí, el regalo que no se me dio de niña. Pero, eso sólo lo descubrí hasta ese momento exacto de abrir las delicadas envolturas de una caja de regalo que parecían guardar los zapatos de cenicienta. Entonces, sentí mi corazón tibiesito, casi igual a la brisa del mar que nos llegaba hasta el jardín: "Esto debe haber sido algo que yo hubiese querido con todo mi corazón, cuando niña”, pensé, mientras que me probaba los guantes. De pronto el graznido de un pelícano me distrajo por un segundo, su chirrido me sonó familiar, pero volví rápido al momento de nuestra celebración de navidad atrasada —bueno en realidad movimos el tiempo al futuro, y a nuestra conveniencia—, porque me tocó trabajar en nochebuena y navidad; experimenté algo que debe ser, la felicidad; cerré los ojos por unos segundos, y, viajé al pasado. Bajé por unos escalones en mi memoria, dos, uno, y ahí estaba yo, tenía 6 años, cachetes gorditos, y ese momento estaban rojos e inflados por el enojo. Estaba sentada en la piedra gigante y misteriosa, incrustada en el patio de la casa de mi infancia (la roca había rodado de la montaña en un terremoto, sin matar a nadie) , junto a la carretera nacional Panamericana.
—Es navidad y en esta casa de cocina y fogón de leña, no hay pizca de seña de fiesta, no hay regalos, o comida especial; es un día cualquiera, aquí, desde la roca puedo mirarlo todo: a la izquierda esta la cocina de leña con piso de tierra; está apagada, no tiene paredes, solo 4 palos como pilares y las hojas de zinc; y la derecha, está el cuarto sin puerta donde duermen mi papito y mi mamita. El cuarto es pequeño, casi a la intemperie, es la antigua cocina de la casa de dos pisos de madera, que está frente a mí, y, la piedra; allí descansa mi padre -cuando esta sano y cuando está enfermo- . La casa grande de madera no es nuestra, la cuidamos, y podemos ocupar sólo un cuarto de ella, ahí dormimos todos los 6 hermanos en 2 camas: una normal, dura con esteras, y otra en el suelo, acomodados cuidadosamente como lápices de colores en su caja.
En este rato mi papito no está, me pregunto ¿dónde estará?. Sé que es un día diferente, porque oigo los villancicos de navidad, es la fiesta de los niños, el humo de los cerdos asándose en los hornos de piedra de los patios traseros de los vecinos, viaja rápido a través de los árboles de limón -parecen chimeneas- , hasta llegar al patio mío, esquivando la piedra gigante prendida en el suelo, en el patio trasero de la casa. "Y ahora el ruido de la música... alguien toca la guitarra ... quiere decir que hay fiestas en el pueblo”, me pregunto, pero, no sé ni bien el significado de esa palabra — imagino que ahora soy yo, la persona adulta pensando en esa palabra.
¿Te ha pasado alguna vez que no sabías que querías algo con todo tu corazón, hasta que lo tuviste?
Terminé de ponerme los guantes rosa con lazos negros elegantes, como de un gato real en cuento de hadas, y, no pude evitar sentirme femenina, coqueta; muy feliz ... — Y de pronto; me miré sentada en la gran piedra del patio trasero de la casa, con el gorrito y los guantes rosados puestos, además, un abrigo de invierno rosa, sofisticado con piel de animal alrededor del cuello, el mismo que yo me compré, horas antes del almuerzo — enseguida, supe que Lisa y yo, habíamos armado el traje perfecto de invierno, para dárselo a una niña que esperaba por él; sentada solita en una roca incrustada, luego de caer montaña abajo en un terremoto—, vibró en en mí una chispa de magia. Sonreí secretamente, al verme saltar alegremente de la roca.
Además de ese regalo especial, abrimos muchísimos otros más, a seis pies de distancia. La mesa era larga y llena de abundancia, fruto del esfuerzo, el amor desinteresado, y la generosidad de mi mamá política, y, su esposo, John; quien también me ha acogido en su casa como a una hija. John es de carácter liviano, tiene barba mediterránea, un caminar despacio, pero seguro de si mismo. Se deja querer muy fácil, con su sonrisa tan amigable y paternal, si lo hubiese conocido de niña, habría jurado que él era Santa Claus.
El uso de platos desechables, no empañó la deliciosa sazón de, Lisa. Horneó a fuego lento unas costillas de cerdo, que se desasían en la boca en una explosión de sabores, el choclo horneado con mantequilla, y papas rellenas abarrotadas de queso, casi desvanecido por la temperatura caliente, nos hizo repetir, y quemar la boca. Es que llegar a la casa de Lisa , es percibir el amor y dedicación en cada rincón; el verdor del césped, el olor de las flores, el trinar de un pájaro, ó la visita de las mariposas monarcas, es parte de vivir en esta ciudad diminuta frente al mar, Port Hueneme. El nombre de este puerto, proviene de una palabra india, Chumash (Wene'mu) que literalmente significa: lugar de descanso. Es tan tranquilo, aquí, que puedes oír tus propios pensamientos.
Cuando oramos agradeciendo por los alimentos, extrañamos no poder abrazarnos, en ese mismo instante. Tomarnos las manos. Con la pandemia del coronavirus, ya van más de 9 meses que Christopher no abraza a su madre; casi 1 año. Hemos llegado a un punto, que ya nos acostumbramos a mantenernos lejos; y siento que el día que podamos volver a abrazarnos, nos sentiremos muy extraños, porque el amor te hace sentir vulnerable -mucho más, cuando te haz privado de él.
Al sentir tanta gratitud en mi corazón, pensé: son los pequeños detalles, en el dar, lo que cambian todo. Tal vez, al final, no sea el color rosa, ni la calidad los guantes, sombreros, ó zapatos, lo que hace feliz a un niño, al recibirlo, sino, tal vez , sólo se trata de sentirse especial. De sentirse amado.

El pelícano que pegó un graznido ensordecedor, era Juan, estaba perdido en el lago de los patos, al costado de la casa.
No puedo terminar esta historia, sin contarles sobre el pelícano que pegó un graznido ensordecedor, mientras yo abría mi regalo especial de Navidad. Resultó ser Juan, un viejo amigo. El pelícano este; tiene una una mancha circular oscura en el ala derecha, y una pata coja. Lo vi perdido en el lago de los patos, al costado de la casa, mientras yo hacía una caminata, después del postre de chocolate caliente y galletas que nos servimos. Pasó así:
Cuando lo vi confundido, dando vueltas a la orilla del lago; enseguida lo noté porque era diferente la resto, grande, estirado y orgulloso, con una mancha oscura en un ala — se me paró el corazón, quise pensar que era el mismo pelícano que veía casi todos los días, parado sobre una roca bien alta, y, misteriosa a la orilla del mar. Cerca del muelle, en la muralla de piedras que protegen el puerto— ; mientras que yo corría en la playa por las mañanas, durante el tiempo que viví en esta casa, en Marzo de 2018. Port Hueneme es una pequeña ciudad al pie del mar; entre el jardín sofisticado de Santa Barbara y la extravagante ciudad de Los Angeles; cerca a Malibú.

La mancha de ese pájaro lo hacía diferente al resto de aves que sobrevolaban el océano; los demás pelícanos eran blancos, siempre andaban en masa; pero, este se separaba siempre. Entonces, como todo en la vida tiene el valor que nosotros le queramos dar; yo se lo di. Decidí que el pelícano sería mi amigo. Él andaba solo por la vida, yo andaba nostálgica, ambos nos cruzábamos en la mañanas, no era coincidencia. Yo corría por la orilla del intimidante océano como un ejercicio para el alma, buscando escuchar a Dios, entre el estruendoso golpe de las olas contra las rocas. Y en las noches me escondía entre las cobijas recordando el sonido del mar, para dormir tranquila, sabiendo que algo más grande que yo, controlaba los hilos de universo, de mi vida. Y que todo estaría bien. Que el amor recién encontrado sobreviviría a todos los obstáculos; y que hallaría un trabajo, que solo se podía hacer por pasión.
Al correr en las mañanas, siempre tenía la expectativa, de encontrar al pelícano en la roca, cuando lo vi por cuarto día seguido, me emocioné y decidí llamarlo, Juan, porque tenía mucha personalidad. — ¿Por qué será diferente al resto? ... ¿Será que los otros pájaros saben que el se ve distinto? —me preguntaba, mientras el aire húmedo y el olor a ostiones se impregnaban en los poros de mi piel y cabellos.
Juan era un misterio: me observaba cínicamente hacer estiramientos, llorar, y en los días duros caerme de rodillas, sin ni siquiera inmutarse ó acercarse por lo menos un poquito. Yo lo miraba picotearse la cola, acicalarse -creo que el sabía que era guapo- , mientras que yo alzaba siempre la cabeza hacia el cielo; pidiendo señales a Dios. Era urgente saber que me escuchaba. Con el pasar de los días empezaba a sentirme patética, esperaba que Juan fuera esa señal, y sí, a veces parecía que él me daba una lección de vida ¿Era Juan más valiente que yo? , sus clavados eran mortales y épicos, dominaba las alturas, la gravedad, las leyes de la física, cálculos que los simples mortales no podríamos hacer, sin ayuda de las máquinas, para obtener nuestro alimento.
La brisa del mar que al amanecer lo limpia todo, las cosas que llamamos problemas, se había convertido en mi dosis diaria de poder, mi relación con el mar era íntima; y con Juan, de apoyo mutuo. Era un amigo que aprendió a quedarse quieto, escuchaba y no juzgaba. Llevábamos dos semanas desde que habíamos cruzado caminos; lo encontraba siempre en la roca grande, de seis a siete de la mañana, parecía que él me esperaba.

Una mañana, mientras paré a saludarlo como de costumbre, lo noté algo diferente, el plumaje sucio, el pico más oscuro, como enfermo, cabizbajo. Parecía que hubiese sido parte de una pelea en el agua, pero ¿con quién, ó con quienes se pelean los pelícanos? me preguntaba preocupada.
Yo me sentía mucho mejor aquel día; fuerte, positiva, lleno de sueños a largo plazo; ya había pasado lo peor. Sentía que Juan era parte de mi evolución. Me dio mucha lástima verlo más flaco; allí estaba frente a mí, pensativo, sin darme ninguna señal de nada —¿qué pensará? y sí pudiera hacerlo, ¿En qué pensaría un pelícano? —Esta vez me le acerqué más de lo normal (él se mantenía mínimo a un metro, siempre) , y, empezó a dar vueltas y vueltas sobre la roca alta, después abrió el pico largo como un gran bostezo, no paraba de hacerlo, era como si intentara hablar, ¿Conmigo? , no lo sabía. Yo estaba emocionada y asustada la vez; sentada a su lado en una roca más baja — ¿Qué quería? agachaba la cabeza hacia mi lado, con gestos de querer decirme algo. Abría sus increíbles alas de más de un metro chocando en mis hombros, más vueltas en círculo, sin importar que esta vez me tocaba— , yo estaba fascinada, nunca había estado tan cerca de un animal no domesticado, una ave tan arisca. Éramos amigos.
Era un lunes muy frío de Marzo, alrededor de las ocho de la mañana, yo seguía tratando de entender que le pasaba a Juan, ó si era una señal del universo. No temía que me ataque, pero sus alas eran gigantes, y aleteaba sin control, se sentía como un escobazo en el cuello; entonces me agarré la cabeza y la puse entre mis piernas, como en posición fetal, mientras escuchaba a lo lejos el ruido de una parva de pájaros, irrumpiendo la nada de aquel amanecer; supuse que era el resto, siempre andan en manada. Imaginé que para cuando alzara mi cabeza, Juan se habría ido, echaría vuelo, y lo vería en el cielo formando la misteriosa “v”, pero, cuando alcé la cabeza, lo vi morir.
Vi que la bandada de aves se dieron un clavado; y escuché un golpe seco, corrí por instinto hacia el agua, uno de los pelícanos salió medio volando a la orilla, quedó varado, el resto de la parva voló en otra dirección, y otro grupo sobrevolaba desde muy, muy alto. Descubrí que era Juan, entre el asombro y un dolor inexplicable. Su majestuoso pico estaba descocolado, destrozado, había sangre en sus plumas, y, un sentido de resignación en sus ojos negros profundos. Lloré, lloré de una forma patética, porque me acostumbré a su presencia, me resistía a aceptar el ciclo de la vida, las leyes de la madre naturaleza. Estaba muy angustiada, ¿Acaso se suicidó? .
Dos años después, en esta navidad de pandemia 2020 —sin todos los amigos y familia reunidos como antes, sin viajar a Ecuador a ver a mi madre y hermanos— , al encontrarme con un pelícano de mancha circular oscura en el ala, una pata coja, flaco y orgulloso, al igual que Juan; se me erizó la piel, él me recordó que ahora estoy mucho mejor, más fuerte y viva que nunca; ademas, sentí una sensación genuina de gratitud por el amor y la gente maravillosa que me rodea, y, por no haberme enfermado del coronavirus en casi un año de trabajar en esta emergencia de salud. Lo libré de los patos, lo guíe hacia el mar, esta vez lo dejé ir. Tomé la aparición del pelícano perdido en la laguna como una señal del creador. Un recordatorio que la vida son sólo ciclos.
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